La distraída confusión se hizo cargo del momento- si bien tal declaración es algo más que caos (si es que eso es
posible)-. Sin tener a dónde ir, la veterana de guerra contemplaba aquel enorme
montón de escombros que habían resultado de la última gran batalla (porque las
últimas batallas suelen ser arrolladoras, terribles, desastrosas). Observó sus
botas, que eran de suela dura, gruesa, con las que se pueden pisar hierros al
rojo vivo, pedazos de vidrio, corcholatas
y hasta crayones; la verdad es que no eran tan importantes sus botas,
sino la posibilidad que le ofrecían de escalar por encima de la montaña de
escombros. Vieja, ella se sentía vieja, derrotada –aun siendo sobreviviente de
vez en cuando manipulaba la vida solo con intuición, automáticamente, como los
pulmones purifican el aire-, y en la derrota recordaba una y otra vez la última
gran batalla. Habían cientos, miles, enfrentándose con un odio heredado,
impuesto por los superiores que mandan al campo de batalla almas que no son las
suyas pero que les pertenecen. Recordaba el rostro de su última muerte. Era un
rostro bello (honestamente, la belleza se la otorgaba por la necesidad de no
admitir que era un rostro muy similar al suyo, que consideraba horrible). En el
último segundo de aquel día lo había visto de frente, sin casco, sin
ametralladora, sin bomba, peleando con toda la fuerza de sus puños y la
convicción, que ya dijimos, era de otros. La vio venir hacia ella empuñando sus
manos con fuerza. Un golpe, solo uno hubiera bastado para que la victoria
perteneciera al otro lado de la balanza. Justo cuando divisó los nudillos
dirigidos hacia el espacio en medio de sus ojos, recordó sus años de bailarina
(aquellos remotos 15 años de usar tutú rosas) y escapó del ataque con la
elegancia del mejor maestro de combate. La enemiga se desbalanceó (un error
terrible) y cayó de bruces sobre un charco de tierra y sangre (sangre que era
tanto de aliados como no). La veterana, al verla indefensa, se dejó caer de
rodillas y sin importarle la bélica situación evitó que la enemiga se ahogara
en aquella porquería. La tomó entre sus brazos a pesar del peligro latente y
limpió su boca y nariz para evitar que la última sobreviviente, además de ella
misma, muriera. “Todo va a estar bien, la guerra ha terminado” le decía, una y
otra vez, primero para convencerla, después para convencerse, pero la enemiga
se retorcía y pataleaba sin dejar de pellizcarla por todos lados. “Cálmate,
todo terminó”, optó por cambiar de argumento, pero no había cambios en el
comportamiento de la del rostro bonito. Seguramente fue el cansancio de todos
aquellos días de guerra lo que hizo que la enemiga por fin dejara de resistirse
a sus cuidados. “No puedo caminar más”, le dijo a la veterana cuando la primera
estrella brilló en el cielo, totalmente ajena al desastre que bajo el manto de
la noche se ocultaba. “No hace falta, vendrán a rescatarnos” le aseguró la
veterana. “No podrán rescatarnos a las dos”, “¿Por qué lo dices?”, “Porque así
son las cosas, no pueden haber victoriosos y derrotados en igualdad de
circunstancias”, “Yo no me considero victoriosa”, “Yo tampoco”, “Entonces me da
lo mismo si me comen los lobos”. Rieron, la situación era tan absurda que no
había cosa más cuerda que reír. Se tomaron de las manos y esperaron el
amanecer, medio esperando lobos que nunca llegaron. “No pueden haber dos
sobrevivientes de bandos contrarios”, dijo la enemiga aún unida a las manos de
la veterana. “Entonces seremos amigas y nos iremos a vivir lejos, muy lejos de
la guerra, comeremos ciruelas y beberemos vino los domingos, sin responsabilidades”,
“La guerra siempre nos seguirá, nunca olvides los escombros, nunca olvides los
charcos de sangre y nunca olvides que siempre habrá que sobrevivir” y con el
último suspiro destrenzó sus dedos de la mano amiga para dejarlos caer sobre el
lodo. Había muerto, os e había dejado morir. Lo que pasó después, la veterana
no lo recordaba (como pudo haberla enterrado y dedicarle una oración, igual
pudo haberla dejado ahí tendida), fue
consciente de lo que ocurría alrededor suyo hasta que al medio día se encontró
en la sima de la montaña de escombros, mirándolo todo sin ver nada. Era la
última sobreviviente, la que había ganado todo (tierras, riquezas, prestigio y
poder), dueña era de todo aquello que veía, incluso de la manada de perros salvajes
que se acercaban al lugar, carroñeros.
miércoles, 28 de agosto de 2013
domingo, 18 de agosto de 2013
Y te llevas
Y te llevas
tres partes de mi alma
y van a
morirse mudas
tres personas
que soy en nuestra intimidad
esa que
desprecias
desgarras
conduces al
mismo vientre de la desesperanza
y entonces
nada
soy despojo,
sobras de lo que construí para ti
una cosa
vacía
que se
retuerce sin saber hacia dónde doblarse
porque todo
ángulo duele
arde
pica
porque mi
cuerpo está tendido
alumbrado
solo con recuerdos que son tridentes asesinos
quiero abrir
un hueco y enterrar la cabeza en las paredes
morder fango
comer
estiércol
para sentir
algo por lo menos
quiero que
bebas mi sangre
para que
sientas lo amarga
lo caliente
y ponzoñosa
que se ha vuelto
quiero que
te arrastres conmigo
y que dejes
de dormir
porque yo no
puedo.
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